¿Qué es lo primero que se nos viene a la mente cuando pensamos en la Patagonia? Seguramente muchas cosas. Todo depende desde que lugar nos “imaginemos” a la Patagonia. A lo largo de la historia, la región patagónica ha despertado un gran interés en exploradores, científicos, escritores y aventureros de todas partes del planeta. Es una región única en el mundo. No solamente por sus impresionantes paisajes, su fauna y flora autóctona, sino también por sus historias, mitos y leyendas. La Patagonia representa muchas cosas en nuestro imaginario colectivo: viento, belleza, amplitud, solead, desierto, naturaleza. Y la lista podría continuar. Sin embargo, la gran diversidad cultural sea tal vez el aspecto más importante que haga que la Patagonia sea una región única en el mundo.
Al igual que América Latina, la Patagonia ingresa al relato occidental como una desmesura observada por ojos imperiales y dicha por la lengua colonial. Nos podemos remontar a las crónicas de Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición de Fernando de Magallanes, cuando en 1520 “descubrió” el estrecho que hoy lleva su nombre. Antonio Pigafetta, en su diario del 19 de mayo de 1520, inicia esta saga patagónica, ya que en las anotaciones correspondientes a ese día da cuenta su llegada a lo que hoy es Puerto San Julián, que él mismo fija en el 49º 30′ de latitud meridional. Allí conocerá al habitante del lugar a quien describe como un «hombre de figura gigantesca», dando inicio a la leyenda del gigante patagón. Dice Pigafetta: «Este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura» y dice, también, que es Magallanes quien le da a este pueblo el nombre de patagón.
La Patagonia se construye discursivamente como una distancia intersubjetiva, relativa, polisémica e histórica. Podemos pensarla como un territorio, pero también como una comarca cultural, un domicilio existencial, una geografía imaginaria, una región geocultural, y un lugar de enunciación. A veces, estos significados se multiplican, se superponen y confunden, pero siempre se anclan en condiciones materiales específicas que se validan o cuestionan por una imaginación social productiva de la que participa, con particulares modalidades, la literatura.
Los gentilicios designan una cartografía simbólica determinada por el Estado, una topografía de la nación que introduce y actualiza, en diferentes contextos, una tensión histórica: la que se da entre la ciudadanía nacional y la regional. Así como la Patagonia ingresa tardíamente a la cartografía política del país como parte de su territorio nacional, sus habitantes también acceden tardíamente a sus derechos de ciudadanía y carecen de derechos políticos plenos hasta la segunda mitad del siglo xx, cuando se produce la provincialización de los territorios, comienzan a sancionarse las respectivas constituciones y, en 1958, se realizan las primeras elecciones directas para gobernador. Habitantes de la nación, convertidos tardíamente en ciudadanos, los patagónicos constituyen su identidad, como devenir, en el marco de un diseño de los espacios territoriales e imaginarios hegemonizado por autoridades políticas y discursivas históricamente centralistas, que esbozan las cartografías simbólicas, sus formas y fronteras imaginarias, desde una geometrización de los espacios ligada al poder del Estado y a sus políticas de estiramiento territorial y de captura de flujos de todo tipo.
El carácter transnacional del sur argentino y chileno puede constatarse, entre otros hechos, por las semejanzas en la cronología histórica y política fundante en la incorporación del territorio a los respectivos proyectos nacionales. Tal como señala con contundencia el poeta y escritor Julio Leite, “la colonización en la Patagonia no es centralmente española; la colonización del sur, de uno y otro lado de la frontera, fue la crueldad. Mientras que Julio Argentino Roca realizaba la Conquista del Desierto en Argentina, Cornelio Saavedra “pacificaba” la Araucanía en Chile”.
Efectivamente, las llamadas Campaña del Desierto y Pacificación de la Araucanía fueron las dos campañas militares paralelas que le permitieron a los Estados argentino y chileno apropiarse violentamente del espacio patagónico. Ambas, más que acontecimientos independientes, son parte de una trama social ligada al programa expansivo de una elite que desea tanto construir la ley del Estado, sus nuevos espacios jurídicos y su cuerpo ciudadano. Tanto la preexistencia de numerosos pueblos indígenas en la Patagonia como su minimización, silenciamiento y negación son hechos compartidos por la historiografía del sur argentino y chileno que comparte como región, según Julio Leite, “una geografía similar, una historia en común, lazos sanguíneos que nos unen y los mismos olvidos”, esos que demuestran que la memoria es un espacio de lucha política.
Al igual que América Latina, la Patagonia nace como frontera con una valencia doble de contacto intercultural y violencia etnocéntrica. Su escena inaugural puede leerse en Primer viaje en torno del globo, donde Antonio Pigafetta narra, por vez primera, la llegada de los europeos a la región en 1520, en la expedición de Fernando de Magallanes. El viajero y cronista italiano inaugura la idea del gigantismo de los indígenas patagónicos, asociados desde entonces tanto al nombre como a las extensiones del lugar, que de allí en más lleva, tal como señala el escritor Ernesto Livon-Grosman, “la doble marca de la exageración”.
Con la expedición magallánica no solo comienza a desarrollarse una gramática de la mirada colonial respecto del lugar y sus habitantes sino también una política de nominación, y consecuente invención y traducción de la región, para el consumo y control material y simbólico europeo, según sus modos de comprender y habitar el mundo. Luego de Pigafetta, son los historiadores de Indias, López de Gomara y Fernández de Oviedo, quienes se encargan de formular las legitimaciones discursivas para la subalternización de los habitantes del sur, a quienes nunca vieron y sobre quienes echarán a rodar la leyenda y forjarán un mito de salvajes, de gigantes, caníbales, íncubos, endriagos tal vez. Los efectos de verdad de estas imágenes, así como los dispositivos de enunciación que instalan predicaciones negativas y deformantes dela Patagonia, se inician con la narrativa fundacional europea, participan de su definición literaria y política y son retomados y reformulados para representar la región como una frontera interna a conquistar para el ingreso a la modernidad y la definición y organización del país como una nación civil.
De un modo complejo, el control territorial de la Patagonia se articula con otras lógicas e intereses sociales en el marco de un proyecto de construcción de una ciudadanía política pero también económica y cultural. Los pueblos preexistentes a los Estados nacionales fueron víctimas de un genocidio fundante, cuya violencia tuvo plurales efectos. Simbólicamente, sobresalen el silencio historiográfico y el discurso de la extinción que simplifica el proceso histórico de construcción del Estado nacional y colabora en la elusión de responsabilidades. Parte de ese discurso de silenciamiento y negación asocia los pueblos indígenas con el atraso, el exotismo, el anacronismo, la inferioridad y la desaparición.
Desde mediados del siglo XX ocurrió un crecimiento demográfico acelerado en la Patagonia. Los pueblos enumerados pertenecen a distintas etnias, culturas y naciones que, en el presente, complejizan la definición identitaria de los patagónicos. El narrador Juan Carlos Moisés señala que “la diversidad cultural es inmensa”. También acude a la enumeración para dar cuenta de una lista profusa y heterogénea de herencias culturales que crece exponencialmente en la Patagonia: “Ahí están los descendientes de los pueblos originarios como una forma de la resistencia, y los rasgos culturales de galeses, gringos, gallegos, asturianos, vascos, andaluces, catalanes, aragoneses, lituanos, italianos, alemanes, polacos, portugueses, árabes, chilenos, judíos, croatas, holandeses, bolivianos, etc., pero también de catamarqueños, puntanos, cordobeses, jujeños, porteños, y muchos más, y asimismo todos imbricados en el cuerpo social que se entrecruza y multiplica sin pausa”.
En este marco, las distintas migraciones y el gran crecimiento poblacional de la región en los últimos años, complejizan cualquier tipo de análisis que intente definir una identidad. Sin embargo, junto con el reconocimiento de esta dificultad, la diversidad cultural de la Patagonia es leída por los escritores como un factor favorable para el ejercicio de una mirada crítica y universal de la realidad.
Julio Leite sostiene que “esta mixtura de culturas, este vivir al principio o al fin del mundo, este permanecer y mirar desde el extremo del embudo, nos hace tener una visión más universal”. La reflexión de Leite nos aporta una visión optimista de la Patagonia, tal vez después de todo, no sea solamente esa tierra olvidada, lejana y desolada, sino también, un lugar donde el crisol de razas y la diversidad cultural, promueven valores como respeto, la solidaridad y amor por la tierra.