Entre enero
y febrero de 1934 Roberto Arlt realizó un viaje al sur de Argentina como
cronista del diario El Mundo. Los textos —que fueron publicados entonces
en la columna diaria de ese periódico bajo el título “Aguafuertes patagónicas”—
reaparecen ahora en la compilación realizada por Sylvia Saítta, En el país
del viento. Viaje a la Patagonia (1934).
La narrativa
de Roberto Arlt (1900-1942) desde la primera mitad del siglo XX, instaura
-como Borges- un paradigma literario que influirá en la narrativa argentina de
su época y en la contemporaneidad. Pese a su corta vida, su obra abarcó
diversos géneros, la novela, en la que se destacan El juguete rabioso (1926), Los
siete locos y Los lanzallamas (1929 y 1931) y El
amor brujo (1932). Vinculado al periodismo, publica numerosos cuentos,
recopilados en El jorobadito (1933) y El criador de
gorilas (1941), y sus famosas aguafuertes en revistas y diarios
como El Mundo.
La locura,
la marginalidad, la humillación, la traición, la conspiración política, la
invención técnica serán los principales temas de toda su narrativa. Sus
ficciones tienen como escenario principal a Buenos Aires y como protagonistas a
personajes de la clase media, en el contexto de la crisis económico-social y el
desasosiego ante la inminente guerra mundial durante las décadas de 1920 y
1930.
También se
dedicó al teatro y sus obras fueron puestas en el Teatro del Pueblo. Ocupó un
lugar excéntrico en el campo literario y, si bien su narrativa incorpora el
lenguaje coloquial, su estilo no fue el del realismo tradicional, sino que
estuvo próximo a la vanguardia histórica con su impronta expresionista, creó
una estética del grotesco y realizó una exploración del fantástico. Desde esta
perspectiva original, Arlt logró un aporte renovador de gran trascendencia en
la historia de la literatura argentina.
La entrada
de Roberto Arlt a la realidad patagónica se produce a través de la ciudad de Carmen de Patagones, la ciudad más
austral de la provincia de Buenos Aires. Desde su llegada allí intenta
establecer una comunicación con el lugar, encontrar las coordenadas
descriptivas bajo las cuales comparar lo que comienza a percibir y conocer. En
esta búsqueda sale al encuentro de las personas que habitan esas ciudades e
indaga en las formas en las que el hábitat los condiciona.
Demanda las
anécdotas y las leyendas que le permitan comprender la cosmología y penetrar en
las verdades territoriales. Se fascina por los paisajes naturales desde la
mirada urbana a través de metáforas mientras busca las huellas de la
intervención del hombre en el territorio y la forma en que este se adapta a la
hostilidad del ambiente.
En Viedma encuentra a los letrados que
buscan introducir la lógica legal en el mundo cordillerano. En Neuquén se encuentra con la belleza
natural del lago Nahuel Huapi y la
imponencia del cerro Tronador. Descubre en la cordillera paisajes que se
vuelven imaginarios y asombrosos, sometiéndolo a un mundo de encantamiento y
ensoñación. Pero los sueños telúricos de castillos europeos perdidos dan lugar
a las pesadillas cuando descubre el hambre en las escuelas y la verdadera
Patagonia del viento y las distancias que exige y demanda.
Buenos Aires
parece tan lejos en las crónicas de Arlt que uno siente que se habla de otro
país. La Nación es una idea lejana, inasequible, extranjera. La lucha constante
para sobrevivir al invierno no deja lugar para los intelectualismos. El país del
viento es hostil pero también hermoso. Un pálido hilo de humo nos habla de la
civilización y del olvido, mientras imaginamos la pedrería de la Vía Láctea
dispuesta sobre el cielo y las historias mágicas que se cristalizan en la roca.
Fragmentos de “En el país del viento”
Neuquén
podría llamarse el país del viento, y estoy seguro que semejante nombre
reflejaría mejor su calidad geográfica.
Viento que
viene desde la cordillera y llega a través de cientos de leguas hasta el océano
Atlántico imprimiéndole a la región, escasa de agua hacia el este, un carácter
árido y desolado. El desierto patagónico.
Los días
calmos de esta región son idénticos a los ventosos de Buenos Aires.
Cierto es
que el viajero termina por acostumbrarse y es recién cuando observa este fenómeno
que comprenda su permanencia. Y su fuerza.
Porque
reparando en las alamedas y en los árboles que coronan los cerros y se empinan
en sus laderas, no es necesario preguntar en qué dirección queda el lado este,
de dónde llega el viento, pues los troncos con sus copas inclinadas en esa
dirección demuestran cuán continua, día y noche, es la fuerza elástica que
termina por doblar el tronco de los árboles y fijar en sus células una total
inclinación hacia el Atlántico.
En los
mismos valles, honduras entre dos cerros, parajes protegidos del viento, este,
perdiendo parte de su fuerza, no deja de doblar los arbolados que rodean los
caseríos, y el mismo trabajo, pero ya más arduo, arquitectura de los elementos,
increíble de no verla, se constata en los cerros de piedra y en los médanos de
grava.
Y es que las
fachadas montañosas que dan la cara a la cordillera están todas casi cortadas a
pico, y son enhiestas, perpendiculares a tierra, mientras que su prolongación
hacia el este ondula, como si encalmada la furia del viento, este acariciara el
material que un poco más atrás ha herido con su violencia.
En los
médanos, semejante dibujo aerográfico guarda una tan constante simetría que no
es posible dudar de su origen.
Este mismo
trabajo es más nítido, aún, en las aguas de los ríos.
Los ríos del
norte de nuestro país se diferencian de los del sur, en que los del norte son
blandos, lechosos, tibios. Por ancho que sea su lecho, por más intenso su
declive, por más traidora que se repute su linfa, no se les teme y su aspecto
convida a la existencia perezosa, muelle.
Mirando uno
un río del norte, dice o piensa: «Aquí me quedaría viviendo siempre tendido en
una hamaca paraguaya».
El río del
sur no da pie a tan holgadas imaginaciones.
Oscuro,
violeta, azul turquí, el río del sur precipita sus aguas de color tinta
violentamente hacia el este. Corre entre barrancas casi siempre perpendiculares
al agua que las roe, orillas de piedra o de greda, verdes de pasto, y
enmarcando en su fondo esa corriente de agua rápida, que desciende sin zumbar
casi, con una elástica cautela de indio que tiene asegurada su puñalada o el
punto de mira de la saeta.
Camina así
rápidamente, empujado por el viento.
Y esta
marcha de las corrientes es tan violenta, que las balsas, como ser la que
atraviesa el Limay cerca del lago Nahuel Huapi, están aseguradas por cables
transversales, y no es necesario que su cauce sea profundo (ya que en casi
todos estos ríos transparentes se distingue perfectamente el lecho de ovaladas
piedras verdes) porque el agua corre con tal rapidez que sólo un buen nadador
puede atreverse a cortar estas corrientes silenciosas y oscuras, que trazan en
el verde césped, curvas de glacial cristal violeta.
Todo está
aquí sometido al imperio del viento, que sopla, aúlla, se queja y brama, dando
en pleno verano la sensación de la proximidad del invierno. Tan sostenido es su
impulso que hasta Bahía Blanca llega el viento de la cordillera, y las llanuras
de Río Negro están en continuo barridas y limadas por su ola elástica e
invisible.
De ahí que
el viajero que cruza a caballo las alturas de estas montañas, aun en verano, no
debe olvidarse de su saco de cuero y de un protector par de gafas, pues de lo
contrario, en marcha contra el viento y al galope, las lágrimas le nublarán la
vista de tal modo que será el caballo quien le conduzca a él y no él al potro.
De día, bajo
el sol, el viento es una cosa limpia y vigorosa, jamás cargada de polvo como en
la región de las llanuras; de noche, en el silencio frío, es un bramido, que
hace crujir todas las articulaciones de la vivienda de madera, imprimiendo un
encanto nórdico y misterioso a la oscuridad. Y entonces, nada hay más agradable
que cerrar las puertas y ventanas y meterse en la cama de piel, mientras que el
otro afuera sopla cavernosamente y ulula como en las noches del gran invierno
polar.
ALEMANES
EN BARILOCHE Cae
la tarde. Don Bernardo Boock se pasea lentamente por la confitería alemana de
Herr Carlos Tribelhorn. Tribelhorn –¡oh, qué nombre magnífico para un cuento de
Hoffman!– tiene el pelo de estopa y la nariz larga y sinuosa. Escucha y sonríe,
mientras que el gigantesco don Bernardo se pasea frente al mostrador.
Don Bernardo
Boock tiene sesenta y ocho años de edad y veinticinco hijos. Cuando tenía
veintidós años levantaba y cargaba trescientos kilos. Tres de los hijos de la
primera mujer de don Bernardo han muerto, y ahora no le quedan más que
veintidós.
Con la boina
metida hasta las orejas, los pies enterrados en botines de paño y la ancha
caraza amarilla, don Bernardo se pasea lentamente, frente a la nariz sinuosa y
movediza, como la trompa de un puercoespín, del amigo Herr Tribelhorn.
Don Bernardo
Boock nació en Brudelsdof, Alemania. Se pasa los dedos por el blanco cepillo de
sus bigotes y, mientras yo diezmo una torta alemana de pasta y grosella y
Tribelhorn alarga la nariz detrás del mostrador, don Bernardo estira el puño
enorme como un gran guante de box de doce onzas, y habla de los tiempos
heroicos de Bariloche.
En aquellos
años, Bariloche no existía, ni siquiera como un nombre. Era selva y pantano.
Hasta ese lugar desierto había llegado Carlos Wiederhold, de la Compañía
Chileno-Argentina, que dejó un puesto a cargo de Otto Goedeke. Otto era peón de
Wiederhold, pero aspiraba. Hizo fortuna y murió asesinado. Casi simultáneamente
con Otto, llegó don Bernardo Boock. Boock venía de Viedma, con un carro cargado
de tres mil kilos y arrastrado por catorce caballos. Con él viajaban su mujer y
sus hijos. Tras del carro marchaba una tropilla de ciento cincuenta caballos
para los relevos. En el carro, Boock traía armas, alimentos, medicinas, ropas,
herramientas. Tras de él, marchaba lentamente un rebaño de mil setecientas
ovejas. Cuando Boock llegó a Bariloche, sólo le quedaban seiscientas
veintinueve ovejas. Nunca se olvidará don Bernardo de esto.
El viaje
duró tres meses. El camino había que abrirlo entre montes tan espesos que era
indispensable utilizar el hacha y el machete. Donde el bosque espesaba menos se
lanzaban tropillas de yeguas para que abrieran huella. Cuando Boock llegó a la
que hoy es la calle Bartolomé Mitre, detuvo su carro. Le parecía encontrarse
sobre una cinta de goma. La tierra elástica ondulaba bajo sus pies. El agua
potable estaba a muy poca profundidad. No había más que cavar pozos de dos o
tres metros. Y allí instaló su carpa. Luego fabricó su casa. La casa donde aún
mora.
–Yo serruché
con mis manos –dice don Bernardo, paseando frente a la sutil nariz de
Tribelhorn– los tablones. Con un hacha corté las tejuelas de alerce. Luego vino
mi hermano y trajo más ovejas. La vida entonces era muy cara aquí. Los “vicios”
(tabaco, yerba, azúcar) se traían en su mayor parte de Chile. El kilo de sal
costaba cincuenta. Aquí había que hacerlo todo.
Don Bernardo
calla un momento y yo le digo:
–Me contó un
estanciero de Nahuel Huapí que su padre se quedó sin azúcar un invierno y había
gente que, para endulzar el café, le echaba caramelos de miel que se vendían de
golosinas a los indios.
Don Bernardo
piensa un momento, y sonríe.
–Yo sé quién
se lo contó –dijo–. A ese lo ayudé a nacer yo. Aquí había que hacer de todo,
incluso de partero. Yo he asistido mujeres; he trabajado de dentista, de
mecánico, herrero, carpintero, médico, quintero...
–¿Buenos
recuerdos...?
–Y malos.
(Señala una lívida cicatriz que le soslaya el cuero cabelludo de la sien a la
oreja.) Esto es de un balde. Trabajaba en el fondo de un pozo, cuando un
mestizo que había tenido conmigo una cuestión, dejó caer el balde. Conocí a
mucha gente también. Me acuerdo cuando el presidente Justo estaba de novio en
Viedma con la hija del general Bernal. Hace tres años el general Justo estuvo
aquí, y tomó unos mates conmigo, en la puerta de mi casa.
–Aventuras y
líos...
–Mejor no
hablar. Se hicieron muchas barbaridades. Me acuerdo del juez... En fin, para
qué hablar. Casi lo maté al coronel de bomberos... de Buenos Aires, porque me
quiso atropellar con un caballo mío, que le había prestado. Se vino a mí
gritando: “Yo no estoy acostumbrado a montar caballo manso, ¿sabe?”. ¡Maula!...
Había un cordero cocinándose en el asador. Arranqué el asador; con la fuerza el
cordero fue a parar como a veinte metros. Si el coronel se acerca, lo mato...
Agarró, dio vuelta el caballo y se fue...
La mirada de
Bernardo Boock se ha encendido y las venas en las sienes laten hinchándose.
Tribelhorn, pelo de estopa, nariz sutil, sonríe con su grande boca y ojos de
puntas de huevo duro. Boock mira duramente hacia la calle, que hace cincuenta
años era un bosque de maitenes y, pasándose la mano por el cepillo blanco de
sus bigotes, remurmura:
–La vida no
era juguete, entonces, aquí. El invierno se lo pasaba uno completamente
aislado, sin noticias de ninguna parte. Seis meses así, metido hasta las orejas
en la nieve.