“Es nuestro deseo, pues, que este trabajo sirva para dar a conocer una página olvidada de nuestra historia, para honrar la memoria de los mártires y los pioneers que se sacrificaron por nuestro Sur, por ir "hasta lo último de la tierra"', para inspirar especialmente en la juventud el deseo de ser más fieles y consagrados a Cristo y para colaborar en el engrandecimiento del Reino de Dios, a quien queremos que sea dada así toda la honra y la gloria”
“Hasta lo
último de la tierra”, Arnoldo Canclini.
Marcada por
la tragedia, la actividad misionera en Tierra del Fuego fue un proceso lento y
arduo. A pesar de las adversidades, los misioneros anglicanos intentaron una y
otra vez llevar la palabra de Dios hasta “lo último de la Tierra”. En esta
batalla condenada al fracaso, los misioneros dieron todo de sí, arriesgando
muchas veces hasta sus propias vidas. Esta es la historia del martirio de Allen
Gardiner, el mártir de Tierra del Fuego.
Sus biógrafos y apologistas advierten que el mar, la exploración y la aventura llenaron los ensueños de su niñez. En 1808, Gardiner se incorpora al Royal Naval College de Portsmouth, del cual egresa dos años después convertido en flamante guardiamarina.
La Sociedad Misionera de la Patagonia
Pocos años
después del viaje de FitzRoy, Allen F. Gardiner, capitán retirado de la marina
británica y hombre de fe, creaba en Londres la Patagonian Missionary Society, misión anglicana cuyo nombre se
cambiaría más tarde por el que lleva hasta la actualidad: Sociedad Misionera de
Sud América. Su propósito: rescatar a los salvajes del fin del mundo de las
tinieblas y llevarlos hacia la luz de la religión.
Un valor
personal temerario y una inquebrantable fe guiaban a Gardiner. Poco sabía, es
cierto, sobre el peligro de navegar por estas aguas, menos aún de cómo se
entablaría la relación con los "nómades del mar". Lo concreto fue que
ese primer intento de contacto misionero terminó de manera trágica: el
territorio, atrincherado en su soledad de siglos pareció defenderse
encarnizadamente de la intrusión, provocando uno de los naufragios más
dramáticos que registra la historia de Tierra del Fuego.
Para la
mayoría de los europeos que llegaron a Tierra del Fuego, los yámanas o yaganes,
se trataba de un grupo primitivo y desgraciado de salvajes, ateos sin ley que
vivían en condiciones inhumanas. Como diría Charles Darwin, eran “los seres más
abyectos y desdichados que he visto en parte alguna”, según esta narrativa, no
merecían tener historia. La opinión de Darwin en relación con los indios
fueguinos debe entenderse en el marco del lenguaje religioso y de la Revolución
Industrial que reafirmaba la superioridad de los valores morales protestantes
ante culturas primitivas.
Se los ha
llamado también "indios de canoa" y es una buena denominación porque
habían hecho de sus embarcaciones su principal sistema de vida. En ellas
recorrían los canales, deteniéndose en algún punto donde levantaban sus chozas
y pasaban un tiempo cazando guanacos y comiendo mejillones. No usaban vestido
alguno a pesar del frío y de la nieve. A
veces se echaban sobre las espaldas un cuero de guanaco o lobo marino que
habían cazado y devorado poco antes. Ningún investigador ha logrado averiguar
sus ideas religiosas y es lógico suponer que fueran muy rudimentarias. Los
onas, por el contrario, tenían gran número de relatos mitológicos y leyendas.
Allen
Gardiner continuó desde Inglaterra sus esfuerzos para establecer una misión en
la Patagonia, creyendo que podría contar con la ayuda de la Sociedad Misionera
de la Patagonia, recientemente fundada, pero que al fin no logró. Viajó por
Escocia e Inglaterra dando a conocer sus planes y buscando la manera de
recolectar fondos; pero la limitación de los ingresos le hizo reducir sus
planes y contentarse con la organización de una expedición misionera compuesta
sólo de cuatro marineros y un carpintero naval; con un navío cubierto, un
ballenero; dos tiendas o carpas indias y provisiones para seis meses. Este plan
fue aprobado y luego de los preparativos necesarios, el 7 de enero de 1848
salieron desde Cardiff rumbo a la Isla de los Estados, donde habían resuelto
establecer la base de sus futuras operaciones evangelizadoras.
El viaje a Tierra del Fuego
Tanto los
elementos de la naturaleza como los indios de la zona les fueron adversos y el
1 de abril del mismo año (recién el 17 de marzo habían llegado a su destino en
Tierra del Fuego), seguían viaje hacia Payta que era el puerto de destino del
“Clymene”, nave que conducía a los misioneros, aceptando así el fracaso de esa
primera expedición.
Su visión y
genio organizador le hizo ver que para que una expedición de esa clase pudiera
hacer frente a las situaciones a que se vería afrontada debería tener una base
más consistente, algo así: una misión flotante, en un bergantín de unas 120
toneladas; provisiones para un año y fácil comunicación con las colonias de las
Malvinas.
Al detenerse
en el Estrecho de Magallanes, frente a la costa fueguina, por todas partes se
veían guanacos, pero no indígenas; Gardiner resolvió ir a tierra y prender
fuego para llamar la atención. Poco después apareció un grupo de onas,
cubiertos de pieles, quienes se detuvieron a cierta distancia y encendieron una
hoguera. El misionero no quería alejarse mucho del bote y entonces echaron más
combustible y, al agrandarse las llamas hicieron señas a los nativos. Estos se
acercaron y recibieron con agrado las chucherías que les regalaron: pañuelos de
colores, espejitos, cortaplumas, etc. Gardiner les dirigió algunas frases en
castellano y unas pocas que conocía en tehuelche, pero fue en vano.
Regresó de
Tierra del Fuego ardientemente deseoso de inducir a sus paisanos a enviar otra
misión más eficientemente provista que la anterior, no considerando el viaje
recién realizado como un fracaso sino como un viaje de observación. Pero
encontró muy poco preparado el ambiente para considerar el asunto 15 desde el
mismo punto de vista suyo, aun entre sus más decididos sostenedores. Pero
seguro como estaba, con la firme convicción de que esa era la voluntad de Dios,
ejerció toda su influencia para que la obra del Señor se estableciera en
América del Sur sin que la falta de ayuda ni de sostén le hicieran renunciar a
sus propósitos.
Dos
solicitudes que presentó a la Sociedad Misionera de la Iglesia, una a la
Iglesia Moraya y otra a la Sociedad de Misiones Extranjeras de la Iglesia de
Escocia, en favor de la obra misionera en América del Sur, fueron en vano. El
dilema que se presentaba a la Sociedad Misionera de la Patagonia era: abandonar
toda esperanza de misión en Tierra del Fuego o adoptar los planes de un ardiente
y desinteresado hombre que estaba presionándole a recolectar los fondos
necesarios como el primer paso para realizar tal misión.
En el curso
de sus viajes como conferencista, el Capitán Gardiner llegó a entablar relación
con el Rev. G. P. Despard, de Redlands, Bristol, hombre de coraje, energía y
mucha piedad. Una sincera amistad nació entre estos dos hombres, cuyo valor
pronto pudo Gardiner apreciar. Cuando las dificultades rodeaban a la naciente
sociedad, pues el dinero para la proyectada misión venía muy lentamente, fue
este nuevo amigo quien puso todo su empeño por el éxito de la empresa.
Como parecía
imposible obtener todo el dinero necesario para tan original plan, el capitán
Gardiner lo modificó tratando de combinar la suficiente seguridad con el menor
gasto. Propuso que en cambio de un bergantín se compraran dos lanchas de 8
metros de largo por 2,60 de ancho, en las cuales podrían colocarse las
provisiones para seis meses, y dos pequeños botes para que sirvieran como
muelles entre ellas. Creyendo que las lanchas de esas medidas serían seguras
para navegar en los intrincados canales del estrecho, habló al Comité y fue
oído deferentemente dada su experiencia. Sabían que Gardiner era muy confiado,
pero sabían también que no era capaz de llevar a sus compañeros a un lugar de
peligro.
Las lanchas
propuestas para la misión debían ser de la mejor calidad, de buenas medidas y
provistas con cubiertas, y para tripularlas propuso obtener la colaboración de
experimentados pescadores de Cornwall, acostumbrados a navegar en el mar de
Irlanda.
Otra vez,
con paciente tenacidad, este hombre incansable viajó por Inglaterra y Escocia
para recaudar los fondos necesarios; pero obtuvo pocos resultados, hasta que
una señora, estando segura de que necesitaba el dinero para la empresa, le dio
setecientas libras esterlinas de una vez y después trescientas más, con lo que
la obra pudo ser inmediatamente iniciada.
El pequeño
grupo se embarcó en el puerto de Liverpool, el 7 de septiembre de 1850 en el
"Ocean Queen", rumbo a Tierra del Fuego. El 18 de diciembre la nave
que los condujo a la isla de Picton los dejó y la expedición quedó bajo la
protección de Dios y la prometida ayuda de sus hermanos de Inglaterra.
La primera
visión de la Tierra del Fuego no parece resultarle atractiva a los catequistas.
En el diario del doctor Williams se lee: “Es una tierra de tinieblas, un
escenario de salvaje desolación; ambos, paraje y clima, concuerdan en carácter:
¡el uno es hosco y desolado, el otro tempestuosamente negro”.
Allen
Gardiner y sus compañeros se habían hecho a la mar en dos pequeños barcos,
el Speedwell y la Pioneer. En diciembre de 1850,
llegaban a destino. Desembarcaron los suministros en la isla Picton, en la boca
oriental del canal Beagle, y luego cantaron himnos de agradecimiento que deben
haber sonado extraños en la profunda soledad de esa isla. Casi de inmediato,
observaron columnas de humo que se elevaban de las islas cercanas. Entre
regocijado y expectante, Gardiner veía avanzar las canoas de los yámanas que
pronto desembarcaron y se les acercaban por la playa.
El misionero
quiso ir a su encuentro, pero los indígenas se mostraron desconfiados y
hostiles. Gardiner y los suyos tuvieron que emplear cierta violencia para
rechazar a los que se tomaban demasiada confianza con los víveres y los
suministros. Los ingleses consideraron su inferioridad numérica y Gardiner
ordenó el reembarco con todo lo que se pudieran llevar a bordo. Dejaron, cerca
de la costa, una inscripción en una roca indicando a posibles navegantes el rumbo
que se proponían tomar. Los yámanas no parecían impresionados ni por los barcos
ni por las armas de fuego, y los persiguieron por los canales sin permitirles
desembarcar. Gardiner se vio huyendo de aquellos a quienes había venido a
salvar.
Una noche,
comenzó un vendaval. Las famosas "tempestades del Hornos" descriptas
por innumerables capitanes en sus bitácoras. En medio de la oscuridad y el
rugir del temporal, los dos barcos buscaron refugio en Bahía Aguirre. Gardiner
pensó que hasta allí, tan lejos del canal y en, mar abierto, los indígenas no
se aventurarían en sus canoas. Cuando el tiempo pareció serenarse, maniobraron
para echar el ancla. Lo que no supo y los nativos sí sabían, fue que bajo las
aguas aparentemente tranquilas donde habían anclado, el fondo marino pasaba
abruptamente de los cien metros a un abismo oceánico de cuatro mil metros de
profundidad.
Los
movimientos de semejante masa de agua producían olas monstruosas. Así sucedió:
al desatarse nuevamente la tempestad, el pequeño Pioneer fue
elevado por una ola gigantesca que lo arrojó ferozmente contra las rocas
convirtiéndolo en astillas. Sólo quedaba el Speedwell.
Con heroicidad resistieron, pero Allen Gardiner y los suyos fueron vencidos por
otro enemigo contra el que no pudieron luchar: el terrible invierno del Cabo de
Hornos.
Refugiados
en una caverna de la costa, rodeados por los eternos fuegos, esperando un
rescate que sólo llegó meses después de su muerte, el capitán y los suyos
perecieron de inanición en las sombrías costas fueguinas. El trágico fin de
estos primeros misioneros lo conocemos por el diario que llevó Allen Gardiner
hasta su último aliento.
Cuatro meses
después de haber llegado a esas comarcas, comenzó el calvario de estos hombres.
Ni una vez en todo ese tiempo, ni en los meses siguientes hasta que se produjo
el triste final, vieron a otros hombres blancos y las esperanzas puestas en que
sus hermanos de raza y fe les proporcionaran un poco de comida, de medicinas y
de estímulos fueron siempre en vano. Las provisiones empezaron a escasear.
Tenían alimentos para una época determinada de tiempo y esperaban poder
aumentar la despensa con los productos de la caza y de la pesca. Pero por largo
tiempo no pudieron cazar ni pescar.
Necesitando
carne fresca, especialmente para dar a los enfermos, en cierta oportunidad
armaron una trampa y con ella dieron caza a un zorro. Ese fue el único alimento
que tuvieron en esos días. A medida que pasaba el tiempo la situación se hacía
cada vez más desesperante. El 12 de junio, uno de los misioneros escribe en su
diario esta triste reflexión: "Hemos estado mucho tiempo sin alimentación
animal de ninguna clase. Nuestra dieta consiste en avena molida y polenta de
arroz de vez en cuando, pero aun de esto tenemos sólo lo necesario para
terminar este mes o un período muy corto después de éste".
Como si todo
esto no fuera bastante, hay que agregar las dificultades ocasionadas por el
tiempo: "el tiempo es muy severo, con una caída copiosa de nieve...",
escribió Mr. Williams el 12 de junio.
A fines de
marzo, a pesar de estar confiados en la providencia de Dios deciden hacer un
esfuerzo para conseguir socorro, dada la angustiosa situación en que se
encuentran: En una roca pintan un letrero con esta inscripción: "GONE TO
SPANIARD HARBOUR" (Hemos ido a Puerto Español).
Y en la base
de la roca entierran tres botellas con notas adentro notificando donde se
hallan. Los mensajes encerrados en las botellas decían así: "Hemos ido a
Spaniard Harbour, que queda en la isla principal, no lejos del Cabo Dinnaird.
Tenemos enfermos a bordo; nuestras provisiones están por terminarse; si no nos
relevan pronto nos moriremos de hambre. No intentamos ir a la isla de los
Estados, pero permaneceremos en una bahía del lado oeste de Spaniard Harbour
hasta que algún vapor nos venga a socorrer.
El mes de
abril pasó en medio de esa situación angustiosa, agravada además por las
enfermedades que inician sus estragos. Sin embargo, el grupo siempre siente
gratitud hacia Dios por sus misericordias y sus bondades. Como una
corroboración podemos citar lo que el capitán Gardiner anotaba en su diario el
día 8 de mayo: "Aunque camine en medio de desgracias, tú me alentarás. Mis
ojos miran a ti, oh, Jehová. Señor, en ti he confiado, no desampares mi
alma" (Salmo 138:7; 141:8).
En la misma forma, cual si cada día fuera de veinticuatro interminables horas, pasan los meses de mayo y junio. En medio de esas tremendas pruebas se sienten llenos de gozo, de fe y de confianza en Dios. Pero eso no impide que el 14 de julio sea escrita esta anotación en 22 el diario del capitán: "Mr. Williams y Badcock están muy débiles; la enfermedad ha adelantado mucho".
La partida
va disminuyendo. Ese 28 de junio, Badcock muere. Estaba con Mr. Williams en uno
de los botes y momentos antes de morir le llamó pidiéndole que le ayudase a
entonar el himno: Levanta, alma mía,
levanta, echa fuera tus temores…
Seis semanas
después murió Erwing, el carpintero de la expedición (el 25 de agosto); el 27
partió a la eternidad John Bryant, y el 2 de septiembre John Pearce. El 27 de
agosto, Allen Gardiner, sintiendo próximo su fin, escribe a su hijo una carta
de despedida; el 28 escribe otra carta dirigida a su hija, y el 29 una a su
esposa. En la segunda escribe: “Confío en que la pobre ‘Fueguía’ y América del
Sur no serán abandonadas. La semilla misionera ha sido sembrada aquí y el
mensaje divino debe seguir”.
La muerte se
cernía sobre ese campamento de héroes, pero en ningún momento la fe desapareció
de sus corazones. Gardiner el 3 de septiembre escribe: “No puedo dejar el lugar
donde estoy... no he probado nada desde ayer... Alabado sea nuestro Padre
celestial por las muchas bendiciones que he gozado; una cama confortable,
ningún dolor, sin sentir hambre, aunque excesivamente débil”.
El miércoles
4 de septiembre hace otra anotación en su diario que termina así: “Cuantas
bendiciones estoy recibiendo de mi Padre Celestial. ¡Bendito sea su santo
nombre!” El día 5 escribe un testimonio que es digno de transcribir: “Grande y
maravilloso es el amor de mi bondadoso Dios para conmigo. Me ha preservado
hasta ahora y desde hace cuatro días, aunque sin comida corporal, sin ninguna
sensación de hambre y sed”.
Hay una hoja,
encontrada en el campamento, rota y descolorida por la acción del tiempo, pero
en su mayor parte legible, que lleva fecha del 6 de septiembre. Fue, sin duda
la última nota que redactara el valiente Gardiner. Es una carta dirigida a Mr.
Williams y está concebida en los siguientes términos:
“Muy querido
Mr. Williams: El Señor ha visto a bien llamar al hogar celestial a otro de
nuestra pequeña compañía. Nuestro querido hermano que se ha ido, dejó el bote
el martes al mediodía y desde entonces no volvió; indudablemente está en la
presencia de su Redentor a quien él sirvió tan fielmente. Todavía un poquito
más y por la gracia, quizá podremos reunirnos en esa santificada reunión para
cantar alabanzas a Cristo, eternamente. No tengo hambre ni sed, aunque hace cinco
días que estoy sin comida. ¡Qué amor maravilloso hacia mí, un pecador!
Afectuosamente, su hermano en Cristo, Allen F. Gardiner. Septiembre 6 de 1851”.
El hallazgo de los misioneros
En octubre
de 1851, el pailbote John E. Davison,
entra en la bahía Banner. Este velero ha sido fletado en Montevideo por el
señor Lafone, representante allí de la misión anglicana, para surtir
abastecimiento a los misioneros de la expedición de Gardiner. Según noticias
que le son suministradas al patrón, el lobero norteamericano W.H. Smiley, éstos
deben de hallarse instalados en algunas de las islas situadas al sur de la
Tierra del Fuego. No bien fondeados en aquella abrigada caleta de la isla
Picton, los marinos distinguen claramente, enclavado sobre una roca cercana a
la playa, un trozo de madera cruzado por una cruz con el pedido de ayuda de los
misioneros.
Al día
siguiente del encuentro de este angustioso aviso, el John E. Davison zarpa para el destino señalado; tienen que surtir
durante la travesía del canal una fuerte sudestada, a pesar de lo cual logran
finalmente introducirse en la bahía Aguirre. Allí, al enfrentar Puerto Español
– ensenada abierta en el rincón noroeste de la referida bahía –, los marinos
alcanzan a ver en la orilla los topos de los mástiles de una embarcación, que
se ven unidos por una rastra al parecer de banderas, pero que, luego de una más
detenida observación, resulta ser ropa tenida. La primera visión es, así,
doméstica y por tanto tranquilizadora.
Pero no bien
se acercan en dos botes a la playa, les espera un espectáculo dramático en
extremo: al lado de una gran lancha de hierro embancada en la desembocadura de
un riacho yace el cadáver de uno de los misioneros, horrorosamente mutilado por
los picotazos de las aves marinas, en quien reconocen a Pearce. Dentro de la
embarcación está otro cadáver: es el del doctor Williams. Un tercero, que
resulta ser el de Badcock, se distingue, semienterrado por las arenas, en la
parte más alta de la playa.
Al otro día,
los tripulantes del John E. Davison cumplen con el humanitario deber de dar
sepultura a esos restos mortales. La ceremonia es tristísima. Pero no les sobra
tiempo para acongojarse. En el mismo instante del entierro se levanta un
imprevisto y vertiginoso temporal.
“Es cierto
que los protestantes, aunque hermanos nuestros en el amor común a Cristo,
pertenecen a una rama familiar que se ha distanciado. Pero no puede dudarse la
honestidad intelectual de los misioneros de mi historia, ni de la profunda fe y
el raro espíritu de su sacrificio que caracterizaron su labor. De ahí que
merezcan todo mi respeto”. Armando Braun Menéndez.
Referencias
“Hasta lo último de la tierra”,
Arnoldo Canclini.
“Pequeña historia fueguina”, Armando
Braun Menéndez.
Sitio web Histarmar